miércoles, 24 de julio de 2013

La esencia del éxito persuasivo de cualquier comunicación

Imaginemos que uno de nuestros antecesores del Paleolítico se cruzase con otro coetáneo suyo en medio de la sabana africana y le indicase que, yendo en la dirección de los árboles, encontrará abundante comida, pero que yendo en la dirección de la montaña, hallará una hambrienta manada de leones dispuesta a devorarle.
El antepasado que recibiese esta información se enfrentaría al dilema de creer al informador y correr el riesgo de ser mal informado o manipulado –lo que pondría en riesgo su vida.
O de no creerle y correr el riesgo de pasar por alto información relevante –lo que igualmente supondría un riesgo para su supervivencia.
Así que el hecho más relevante para nuestro antepasado que recibiese la información sería determinar si la misma es cierta.
Sólo en la media en que lo fuese, resultaría útil y beneficiosa, y por tanto le permitiría tomar decisiones correctas.
Este escenario sigue siendo exactamente igual hoy en día en cualquier situación de comunicación a la que nos enfrentamos.
Básicamente seguimos afrontando el mismo dilema que nuestros antepasados.
Supongamos, por ejemplo, que queremos comprar un coche de segunda mano.
La persona que pretende vendérnoslo puede o no ser completamente sincera respecto al historial de su automóvil y su estado de funcionamiento actual.
Tal vez piense que conseguirá mejor sus objetivos si adultera por completo o en parte la información que transmite.
En cuanto a nosotros, podemos dudar de la fiabilidad de la información que recibimos y de las intenciones manipuladoras del vendedor.
Y esto implica que el vendedor del coche no producirá necesaria y automáticamente el efecto que desea en nosotros.
Como vemos, la eficacia de cualquier comunicación depende, en primer lugar, de que, quien lo recibe, crea en la veracidad de la información que le transmite el emisor de la misma.
De modo que el objetivo de cualquier persona que emite una información es presentar su mensaje de tal forma que sea creído.
Y el objetivo de cualquier persona que escucha dicha información, -tanto si se trata de un comprador de coches como si es un poblador prehistórico de la sabana africana- es tratar de discernir si dicha información es cierta, o qué parte de ella lo es y cuál no.
Si no lo consigue, corre el riesgo de almacenar en su cerebro información falsa, o de ser manipulado en beneficio del comunicador, y quizás en detrimento de su propio interés.
Por tanto, la ciencia de la influencia nos enseña que siempre que queremos comunicar algo, merece la pena invertir un tiempo en intentar primero ganar credibilidad.
Si no otorgamos credibilidad a una persona o a una fuente, ésta no podrá ejercer ninguna influencia sobre nosotros mediante sus acciones de comunicación.
Seremos implacables con ella y nada de cuanto diga o haga podrá convencernos de que tiene razón.
Por mucho que aporte pruebas que apoyen sus razones, las consideraremos irrelevantes.
La credibilidad está por tanto en la esencia misma de la capacidad persuasiva.
Puede ganarse por varios medios.
Podemos por ejemplo comenzar exponiendo los antecedentes que hacen que seamos expertos en el tema sobre el que vamos a intervenir.
Existen formas indirectas de hacerlo sin parecer necesariamente arrogantes o presuntuosos.
Podemos por ejemplo citar lo que otras personas han dicho de nosotros, o mencionar algunas de las experiencias similares en las que hayamos participado en el pasado.
Sólo si nos hacemos creíbles a ojos de nuestros interlocutores podremos influir en su conducta.
Esa es la esencia misma del éxito persuasivo de cualquier comunicación.

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