Sus padres se separaron cuando él
tenía dos años.
La madre se trasladó con él y su
hermana mayor a Brooklyn, Nueva York.
Aquí Bobby aprendió ajedrez con sólo
seis años, con un tablero que su madre le compró en una tienda del barrio.
La obsesión del pequeño Bobby por
descifrar aquel juego fue creciendo paulatinamente hasta que llegó un momento
en que comenzó a incomunicarse del resto del mundo.
Ya que no se interesaba por nada ni
nadie que no supiera jugar al ajedrez.
Fischer fue un autodidacta hasta que
su madre le inscribió en un club de ajedrez del barrio, y a los 10 años
participó en su primer torneo.
A partir de ahí, Bobby Fischer empezó
a ganar competiciones hasta batir todas las marcas posibles.
Fue el Campeón Nacional de EEUU más
joven -ganó las ocho veces en que participó.
Y alcanzó el nivel de Gran Maestro
Internacional de menor edad de la historia, con 15 años.
Fischer abandonó entonces la escuela
para dedicarse enteramente al ajedrez.
Dedicaba 14 horas diarias a esta
pasión.
Llegó a llenar la vivienda que
compartía con su hermana y su madre de tableros de ajedrez para jugar varias
partidas simultáneas contra sí mismo.
Iba de una habitación a otra para
desafiar sus propios movimientos.
Con un coeficiente intelectual de 184
-Einstein tenía 185, y la media es 100- y esa obsesión obsesiva por el ajedrez,
el joven adolescente empezó a realizar grandes progresos.
Al mismo tiempo adquirió manías y
excentricidades que llegarían a ser muy conocidas.
En especial, Fisher adoraba ganar –“Me
gusta el momento en que quiebro el ego de un hombre”, dijo en una ocasión.
Y tenía un miedo patológico a perder.
Cuando lo hacía, se enfadaba al punto
de llorar de rabia.
En 1972 llegó su gran oportunidad para
hacerse con el campeonato del mundo, enfrentándose en Islandia con el ruso
Boris Spassky, Campeón del Mundo.
Spassky era el líder de una
generación de estrellas del ajedrez entrenados a conciencia por el régimen
soviético.
En seguida el duelo se convirtió en
una escenificación a pequeña escala de la Guerra Fría entre los
Estados Unidos y la
Unión Soviética.
Pese a su extraordinario talento para
el ajedrez, Fisher se sentía paralizado por el miedo a perder.
Estuvo a punto de no viajar a
Islandia para enfrentarse a Spassky, alegando motivos tales como que la
televisión islandesa no emitía su programa favorito.
Ya en el avión camino de Islandia,
sufrió un nuevo ataque de ansiedad y quiso bajarse del avión en pleno vuelo
porque dijo temer que lo derribase un misil soviético.
Una vez en suelo islandés, amenazó de
nuevo con la espantada, pero un canadiense millonario dobló el premio y los 250
mil dólares terminaron por convencerlo.
Empezó la competición y Fischer
perdió la primera partida.
Después faltó a la segunda, en
protesta porque dijo haber detectado una cámara oculta que le estaba grabando.
A punto de retirarse, el presidente
norteamericano Richard Nixon pidió a su secretario de Estado, Henry Kissinger,
que interviniese.
Éste le llamó personalmente para
convencerle.
“Soy el peor jugador del mundo que
llama al mejor del mundo”, le dijo Kissinger a Fischer para que reconsiderase
su decisión de no jugar.
El torneo continuó y Fischer acabó
demostrando su neta superioridad sobre su oponente.
Mientras Spassky se retiraba a su
habitación tras cada movimiento para analizar su respuesta, rodeado de 30
expertos soviéticos, el joven ajedrecista estadounidense se marchaba a jugar a
los bolos.
Ahora estaba decidido, no sólo a
ganar a su oponente, sino también a humillarle.
Finalmente, desesperado y bloqueado
ante los movimientos de su genial adversario, Spassky terminó rindiéndose y
Fischer se convirtió en el nuevo Campeón Mundial de ajedrez.
A su regreso a EEUU, Bobby Fischer
fue recibido apoteósicamente como un verdadero héroe americano.
La prensa le agasajó y le llovieron
contratos millonarios, aunque él los rechazó casi todos.
Nunca antes el ajedrez había sido tan
popular.
El número de ajedrecistas en todo el
mundo creció espectacularmente.
Y el nombre de Bobby se puso de moda
en los Estados Unidos entre los recién nacidos, como sinónimo de inteligencia y
esfuerzo.
Sin embargo, Fischer nunca volvería a
competir en un torneo oficial.
Su miedo a perder le impediría volver
a hacerlo, porque el ajedrez –o más bien ganar al ajedrez- era demasiado
importante para él.
En el año 1975, ante sus reiteradas
negativas a defender su corona frente a la brillante promesa rusa Anatoly
Karpov, la Federación Internacional de Ajedrez le retiró el título de Campeón
del Mundo.
Desde entonces, Fischer residió en
diferentes países.
Casi siempre lo hizo sólo, arruinado,
viajando a menudo como un vagabundo y denunciando en las emisoras locales ser
objeto de complots internacionales contra su persona.
El 18 de enero de 2008 Bobby Fischer falleció en Islandia, a los 64 años.
La historia de Fisher ha sido considerada como un caso
paradigmático de la estrategia preventiva contra el fracaso, cuando es llevada
al extremo.
Pese a ser uno de los mejores jugadores de ajedrez de la
historia, Fisher no estaba dispuesto a arriesgarse a perder.
Eso habría puesto en peligro su propia autoestima, la reputación
que tenía de sí mismo.
Y para evitarlo, elucubró mil estratagemas que obligasen
a descalificarle.
De este modo podía conservar la vitola de campeón
imbatido, sin tener que enfrentar el riesgo de ser derrotado en un torneo
oficial.
Como Fisher, muchas personas practican el auto-sabotaje,
llevado a cabo generalmente de modo inconsciente, para proteger su propio
sentido de la valía personal.
Las diversas modalidades y versiones de este tipo de
comportamientos son mucho más frecuentes de lo que pudiera parecer.
Se manifiestan a través de conductas como el autoengaño,
la negación, o la atribución de culpas a terceros.
Parece una buena estrategia, porque juegas sobre seguro.
Crees que no puedes perder en este juego, que sólo puedes
ganar.
Pero el caso paradigmático de Bobby Fisher nos demuestra
lo erróneo de esta forma de pensar.
Recordemos lo que dijo una vez Michael Jordan,
considerado por muchos como el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos:
“He
fallado más de 9.000 tiros en mi carrera.
He perdido
casi 300 partidos.
En 26
ocasiones, se me confió realizar el lanzamiento decisivo del que dependía la
victoria en el partido y fallé.
He
fracasado una y otra vez y otra vez en mi vida.
Y eso es
precisamente por lo que he triunfado”.
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