martes, 5 de noviembre de 2013

El aburrimiento puede producir dolor

El activista chino Wang Youcai fue detenido y encarcelado por las autoridades de su país en 1989, por haber ayudado a organizar las manifestaciones de protesta de la Plaza Tiananmén.
Durante su encierro, Wang fue confinado durante más de 6 años en una celda de aislamiento completamente vacía.
Allí debía permanecer básicamente inactivo durante las veinticuatro horas del día, sin poder salir de la celda, ni siquiera para comer.
Esta situación de casi total ausencia de estímulos y de contacto con los demás, llegaba a hacerse tan insoportable para Wang que, después de su liberación, reconoció que en ocasiones buscaba la forma de provocar deliberadamente a sus guardianes.
El resultado era que éstos solían entrar en su celda para propinarle una paliza, pero incluso el dolor de los golpes le parecía entonces a Wang más tolerable que el aburrimiento mortal de su situación de aislamiento. 
Y es que, como decía Charles Bukowsky, “El aburrimiento puede producir dolor”.
Evidentemente el caso de Wang Youcai era especial y extremo, pero en general todas las personas podemos llegar a sentir que el aburrimiento es fastidiosamente insoportable en situaciones de excesiva falta de estímulos.
Las personas estamos biológicamente programadas para querer hacer cosas.
Si todo el tiempo estuviéramos quietos y ociosos, no podríamos satisfacer los múltiples requerimientos de nuestro organismo, ni podríamos perpetuar nuestros genes.
En épocas prehistóricas los hombres debieron verse empujados a buscar comida, parejas sexuales, territorio, estatus social.
El ritmo normal de nuestros ancestros era comer con fruición después de haber participado en agotadoras partidas de caza que consumían buena parte de su tiempo y recursos y les exponían a peligros de todo tipo.
Gozar de alcanzar el éxito después de haber trabajado dura y casi desesperadamente por él.
Disfrutar de intensos sentimientos de satisfacción después de haber superado como un equipo los desafíos para alcanzar las metas comunes.
Pero la vida moderna resulta para muchas personas demasiado previsible y repetitiva.
La existencia, demasiado segura y cómoda.
El trabajo, demasiado rutinario y carente de alicientes.
Y la vida social, demasiado escasa, pobre y estancada.
En esas circunstancias, las personas podemos llegar a tener un insufrible sentimiento de banalidad y fastidio.
Cuando la intensidad de la estimulación emocional en nuestras vidas se reduce en exceso, podemos llegar a sentir una inconmensurable sensación de aburrimiento.
Por eso podemos observar de forma habitual que las personas cuya existencia es demasiado banal y repetitiva no suelen presentar un aspecto radiante de lozanía y felicidad.
Más bien parecen apagadas y fatigadas, incluso sin haber hecho ningún tipo de esfuerzo físico o mental que lo justifique. 
La holganza suele favorecer el ánimo apático y decaído.
Los estudios muestran que las personas que no trabajan suelen encontrarse entre las más proclives a la depresión y a otros males psicológicos.
Esto sucede no sólo con los parados forzosos, sino también con los jubilados o con las personas que trabajan, pero se encuentran en etapas vacacionales.
Estadísticamente se comprueba que estas personas tienden más a la depresión y al suicidio que las personas que trabajan y se encuentran en períodos laborables.
Y entre quienes trabajan, muchos se encuentran condenados a llevar a cabo durante toda su vida actividades mecánicas, rutinarias y anodinas.
Las ancestrales emociones de la caza en grupo, para la cual fuimos física y mentalmente dotados en el proceso evolutivo, han quedado así sustituidas para muchas personas por el aburrimiento y la repetición.
Esto constituye un verdadero insulto al gran cerebro alojado en sus cráneos.
Todos valoramos el hecho de vivir en sociedades prósperas y relativamente seguras, donde tenemos más o menos garantizado el suministro de alimentos, la protección contra las inclemencias del tiempo y otras incomodidades que en el pasado nos atormentaban.
Pero al mismo tiempo, necesitamos experimentar un nivel suficiente de estimulación emocional para que nuestras vidas no nos parezcan vacías y carentes de sentido.
Necesitamos vivir experiencias emocionales intensas, que nos hagan vibrar y que nos confieran el sentimiento de que la vida es significativa y merece la pena vivirse.
Recordemos esta breve y hermosa narración de Anthony de Mello:
“Todas las preguntas que se suscitaron aquel día en la reunión pública estaban referidas a la vida más allá de la muerte.
El Maestro se limitaba a sonreír sin dar una sola respuesta.
Cuando, más tarde, los discípulos le preguntaron por qué se había mostrado tan evasivo, él replico: ¿no habéis observado que los que no saben qué hacer con esta vida son precisamente los que más desean otra vida que dure eternamente?
Pero ¿hay vida después de la muerte o no la hay?, insistió un discípulo.
¿Hay vida antes de la muerte? ¡Esta es la cuestión!, replicó enigmáticamente el Maestro”.

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