El activista
chino Wang Youcai fue detenido y encarcelado por las autoridades de su país en
1989, por haber ayudado a organizar las manifestaciones de protesta de la Plaza
Tiananmén.
Durante su
encierro, Wang fue confinado durante más de 6 años en una celda de aislamiento completamente
vacía.
Allí debía
permanecer básicamente inactivo durante las veinticuatro horas del día, sin
poder salir de la celda, ni siquiera para comer.
Esta situación
de casi total ausencia de estímulos y de contacto con los demás, llegaba a
hacerse tan insoportable para Wang que, después de su liberación, reconoció que
en ocasiones buscaba la forma de provocar deliberadamente a sus guardianes.
El resultado era
que éstos solían entrar en su celda para propinarle una paliza, pero incluso el
dolor de los golpes le parecía entonces a Wang más tolerable que el
aburrimiento mortal de su situación de aislamiento.
Y es que, como
decía Charles Bukowsky, “El aburrimiento puede producir dolor”.
Evidentemente el
caso de Wang Youcai era especial y extremo, pero en general todas las personas
podemos llegar a sentir que el aburrimiento es fastidiosamente insoportable en situaciones
de excesiva falta de estímulos.
Las personas
estamos biológicamente programadas para querer hacer cosas.
Si todo el
tiempo estuviéramos quietos y ociosos, no podríamos satisfacer los múltiples
requerimientos de nuestro organismo, ni podríamos perpetuar nuestros genes.
En épocas
prehistóricas los hombres debieron verse empujados a buscar comida, parejas
sexuales, territorio, estatus social.
El ritmo normal
de nuestros ancestros era comer con fruición después de haber participado en
agotadoras partidas de caza que consumían buena parte de su tiempo y recursos y
les exponían a peligros de todo tipo.
Gozar de
alcanzar el éxito después de haber trabajado dura y casi desesperadamente por
él.
Disfrutar de
intensos sentimientos de satisfacción después de haber superado como un equipo
los desafíos para alcanzar las metas comunes.
Pero la vida
moderna resulta para muchas personas demasiado previsible y repetitiva.
La existencia,
demasiado segura y cómoda.
El trabajo,
demasiado rutinario y carente de alicientes.
Y la vida social,
demasiado escasa, pobre y estancada.
En esas
circunstancias, las personas podemos llegar a tener un insufrible sentimiento
de banalidad y fastidio.
Cuando la
intensidad de la estimulación emocional en nuestras vidas se reduce en exceso, podemos
llegar a sentir una inconmensurable sensación de aburrimiento.
Por eso podemos
observar de forma habitual que las personas cuya existencia es demasiado banal
y repetitiva no suelen presentar un aspecto radiante de lozanía y felicidad.
Más bien parecen
apagadas y fatigadas, incluso sin haber hecho ningún tipo de esfuerzo físico o
mental que lo justifique.
La holganza
suele favorecer el ánimo apático y decaído.
Los estudios muestran
que las personas que no trabajan suelen encontrarse entre las más proclives a
la depresión y a otros males psicológicos.
Esto sucede no
sólo con los parados forzosos, sino también con los jubilados o con las
personas que trabajan, pero se encuentran en etapas vacacionales.
Estadísticamente
se comprueba que estas personas tienden más a la depresión y al suicidio que
las personas que trabajan y se encuentran en períodos laborables.
Y entre quienes
trabajan, muchos se encuentran condenados a llevar a cabo durante toda su vida
actividades mecánicas, rutinarias y anodinas.
Las ancestrales
emociones de la caza en grupo, para la cual fuimos física y mentalmente dotados
en el proceso evolutivo, han quedado así sustituidas para muchas personas por
el aburrimiento y la repetición.
Esto constituye
un verdadero insulto al gran cerebro alojado en sus cráneos.
Todos valoramos
el hecho de vivir en sociedades prósperas y relativamente seguras, donde
tenemos más o menos garantizado el suministro de alimentos, la protección contra
las inclemencias del tiempo y otras incomodidades que en el pasado nos
atormentaban.
Pero al mismo
tiempo, necesitamos experimentar un nivel suficiente de estimulación emocional
para que nuestras vidas no nos parezcan vacías y carentes de sentido.
Necesitamos
vivir experiencias emocionales intensas, que nos hagan vibrar y que nos
confieran el sentimiento de que la vida es significativa y merece la pena
vivirse.
Recordemos esta
breve y hermosa narración de Anthony de Mello:
“Todas las preguntas que se suscitaron
aquel día en la reunión pública estaban referidas a la vida más allá de la
muerte.
El Maestro se limitaba a sonreír sin dar
una sola respuesta.
Cuando, más tarde, los discípulos le
preguntaron por qué se había mostrado tan evasivo, él replico: ¿no habéis
observado que los que no saben qué hacer con esta vida son precisamente los que
más desean otra vida que dure eternamente?
Pero ¿hay vida después de la muerte o no la
hay?, insistió un discípulo.
¿Hay vida antes de la muerte? ¡Esta es la cuestión!,
replicó enigmáticamente el Maestro”.
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