En sus últimos
años de vida, Mahoma se había convertido en un caudillo no sólo religioso, sino
también político y militar.
Después de
haber conseguido unificar a las diversas tribus que habitaban Arabia, había
comenzado a extender su influencia a las tierras vecinas.
En el año 629,
envió cartas a los reinos vecinos para invitarlos a abrazar el Islam.
El rey de
Bizancio, un poderoso y próspero imperio en ese momento, asesinó al enviado que
traía esa carta.
Eso produjo la
respuesta de los musulmanes, que se aprestaron a la batalla.
Cuando el
ejército musulmán, formado por tres mil hombres llegó a la localidad de Muta,
se encontró con el ejército bizantino compuesto por cien mil soldados, bien
armados, equipados y entrenados.
Los musulmanes
nunca se habían enfrentado a un ejército tan numeroso.
Obviamente iba
a ser una batalla encarnizada y desigual, pues cada guerrero musulmán debía
luchar contra treinta y tres del enemigo.
Sin embargo,
los musulmanes tenían la audacia que les daba su fe en la victoria.
Y la
convicción de que morir en la batalla les convertiría en mártires.
Pronto comenzó
la feroz lucha, y los musulmanes se lanzaron con furia en medio de las
compactas filas bizantinas.
Apenas
comenzada la batalla, el comandante del ejército musulmán cayó muerto.
Pero antes de
que tocase el suelo el estandarte que portaba, lo cogió el segundo oficial en
la cadena de mando.
A su vez, este
oficial cayó muerto.
Y de nuevo el
tercero en el mando, Zaid Ibn Hariza, recogió el estandarte con su mano
derecha, evitando que cayese al suelo.
Al mismo
tiempo que lo hacía, blandía la espada con su mano izquierda, luchando contra
los guerreros bizantinos.
Zaid se vio
inmediatamente rodeado y al sentir que su caballo estaba obstruido por los
guerreros enemigos que le rodeaban, se apeó de él y continuó luchando de pie.
Mientras golpeaba
furiosamente a sus adversarios con la espada que portaba en la mano izquierda, no
dejaba de levantar el estandarte con su mano derecha.
Varios
guerreros bizantinos le atacaron simultáneamente y le produjeron numerosas
heridas con sus espadas y con sus lanzas.
Pero Zaid
continuaba erguido, como si no sintiera el dolor, sosteniendo el estandarte con
su mano derecha mientras blandía la espada con la izquierda.
Para obligarle
a soltar la bandera, sus adversarios le descargaron sus golpes de espada sobre
su mano derecha, seccionándosela.
Pero Zaid
agarró el estandarte con su mano izquierda, sin dejar que cayese al suelo.
Los guerreros
bizantinos le cortaron entonces la mano izquierda con sus espadas.
Pero él agarró
el estandarte con ambos muñones, de los que brotaba la sangre como si fueran
dos bocas de riego, evitando que cayese al suelo y fuese pisoteada por los
enemigos.
Ayudándose
incluso con los dientes, consiguió clavar el estandarte en la tierra, antes de
ser rematado por nuevas y letales heridas de sus oponentes.
La batalla
finalmente acabaría en un virtual empate militar, pese a la disparidad de
fuerzas, gracias a la determinación y ferocidad de los guerreros islámicos,
quienes no tardarían mucho en acabar derrotando al imperio bizantino.
En cuanto a
Zaid, que en seguida pasaría a engrosar la lista de héroes de leyenda de la
tradición islámica, se encontraron en su cuerpo más de noventa heridas de
espadas y lanzas, producidas durante la batalla.
Las heridas
debieron producirle un enorme destrozo corporal, antes de caer muerto.
Aunque
probablemente él ni siquiera llegó a sentir el dolor de sus heridas.
Inmerso como
estaba en el fragor de la batalla, el lacerante dolor de sus heridas debió
quedar mitigado por la acción de uno de los analgésicos más potentes que
existen: las endorfinas.
Estos
neurotransmisores pertenecen a la familia de los opioides, similares al opio o
a sus derivados como la morfina y la heroína.
Sin embargo,
tienen una potencia entre 100 y 1000 veces superior a estas drogas.
Todos hemos
conocido alguna vez sus prodigiosos efectos analgésicos, incluso si no nos han
amputado ningún miembro en la batalla.
Basta con que alguna
vez nos hayamos visto involucrados en una pelea física o hayamos experimentado
algún tipo de accidente.
Es muy posible
que, si sufrimos algún tipo de daño o herida durante estos trances, sólo lo
descubriésemos más tarde, sin que en el primer momento nos apercibiésemos
siquiera de ello.
Y es que el
dolor físico sirve para alertarnos de que algo está causando daño a nuestro
organismo, por ejemplo cuando nos quemamos la mano con el fuego, y nos impulsa
a tomar la acción inmediata de retirar la mano del fuego, para evitar un daño
mayor.
Pero a veces,
nos conviene aplazar temporalmente el dolor en situaciones de riesgo máximo, o
impedir al menos que ese dolor llegue a extremos que no podamos soportar.
Desde una
perspectiva evolutiva, resulta muy ventajoso que un individuo que es herido,
vea temporalmente bloqueados sus mecanismos de dolor para poder tener tiempo de
escapar de un depredador, un enemigo, u otro tipo de amenaza inmediata.
Las endorfinas
cumplen maravillosamente esta función de bloqueo del dolor.
Y al mismo
tiempo conforman la esencia misma del placer.
Si existe
dolor físico o moral, las endorfinas pueden actuar como un analgésico
extremadamente eficaz para apagar ese dolor.
Y si no existe
dolor, entonces el efecto de las endorfinas es un intenso placer.
Una droga
natural que nos permite experimentar la dulce rapsodia mental de la euforia.
Y al mismo
tiempo asegura que no exista dolor en la batalla.
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